miércoles, 11 de agosto de 2021

Los tres cerditos

Los tres cerditos


Los tres cerditos

Había una vez tres cerditos que vivían al aire libre cerca del bosque. A menudo se sentían inquietos porque por allí solía pasar un lobo malvado y peligroso que amenazaba con comérselos.

Un día se pusieron de acuerdo en que lo más prudente era que cada uno construyera una casa para estar más protegidos.

 

– ¡Ya no le temo al lobo feroz! – le dijo a sus hermanos.

El cerdito mediano era un poco más decidido que el pequeño pero tampoco tenía muchas ganas de trabajar. Pensó que una casa de madera sería suficiente para estar seguro, así que se internó en el bosque y acarreó todos los troncos que pudo para construir las paredes y el techo. En un par de días la había terminado y muy contento, se fue a charlar con otros animales.

– ¡Qué bien! Yo tampoco le temo ya al lobo feroz – comentó a todos aquellos con los que se iba encontrando.

El mayor de los hermanos, en cambio, era sensato y tenía muy buenas ideas. Quería hacer una casa confortable pero sobre todo indestructible, así que fue a la ciudad, compró ladrillos y cemento, y comenzó a construir su nueva vivienda. Día tras día, el cerdito se afanó en hacer la mejor casa posible.

 

Sus hermanos no entendían para qué se tomaba tantas molestias.

– ¡Mira a nuestro hermano! – le decía el cerdito pequeño al mediano – Se pasa el día trabajando  en vez de venir a jugar con nosotros.

– Pues sí ¡vaya tontería! No sé para qué trabaja tanto pudiendo hacerla en un periquete… Nuestras casas han quedado fenomenal y son tan válidas como la suya.

El cerdito mayor, les escuchó.

– Bueno, cuando venga el lobo veremos quién ha sido el más responsable y listo de los tres – les dijo a modo de advertencia.

Tardó varias semanas  y le resultó un trabajo agotador, pero sin duda el esfuerzo mereció la pena. Cuando la casa de ladrillo estuvo terminada, el mayor de los hermanos se sintió orgulloso y se sentó a contemplarla mientras  tomaba una refrescante limonada.

– ¡Qué bien ha quedado mi casa! Ni un huracán podrá con ella.

Cada  cerdito se fue a vivir a su propio hogar. Todo parecía tranquilo hasta que una mañana, el más pequeño que estaba jugando en un charco de barro,  vio aparecer entre los arbustos al temible lobo. El pobre cochino empezó a correr y se refugió en su recién estrenada casita de paja. Cerró la puerta y respiró aliviado. Pero desde dentro oyó que el lobo gritaba:

– ¡Soplaré y soplaré y la casa derribaré!

Y tal como lo dijo, comenzó a soplar y la casita de paja se desmoronó. El cerdito, aterrorizado, salió corriendo hacia casa de su hermano mediano y  ambos se refugiaron allí. Pero el lobo apareció al cabo de unos segundos y gritó:

 

– ¡Soplaré y soplaré y la casa derribaré!

Sopló tan fuerte que la estructura de madera empezó a moverse y al final todos los troncos que formaban la casa se cayeron y comenzaron a rodar ladera abajo. Los hermanos, desesperados, huyeron a gran velocidad y llamaron a la puerta de su hermano mayor, quien les abrió y les hizo pasar, cerrando la puerta con llave.

– Tranquilos, chicos, aquí estaréis bien. El lobo no podrá destrozar mi casa.

El temible lobo llegó y por más que sopló, no pudo mover ni un solo ladrillo de las paredes ¡Era una casa muy resistente! Aun así, no se dio por vencido y buscó un hueco por el que poder entrar.

En la parte trasera de la casa había un árbol centenario. El lobo subió por él y de un salto, se plantó en el tejado y de ahí brincó hasta la chimenea. Se deslizó por ella para entrar en la casa pero cayó sobre una enorme olla de caldo que se estaba calentado al fuego. La quemadura fue tan grande que pegó un aullido desgarrador y salió disparado de nuevo al tejado. Con el culo enrojecido, huyó para nunca más volver.

– ¿Veis lo que ha sucedido? – regañó el cerdito mayor a sus hermanos – ¡Os habéis salvado por los pelos de caer en las garras del lobo! Eso os pasa por vagos e inconscientes. Hay que pensar las cosas antes de hacerlas. Primero está la obligación y luego la diversión. Espero que hayáis aprendido la lección.

¡Y desde luego que lo hicieron! A partir de ese día se volvieron más responsables, construyeron una casa de ladrillo y cemento como la de su sabio hermano mayor y vivieron felices y tranquilos para siempre.

 


 

La cenicienta

 La cenicienta

 Cuento de La Cenicienta

La trataban como a una criada. Mientras las señoronas dormían en cómodas camas con dosel,  ella lo hacía en una humilde buhardilla. Tampoco comía los mismos manjares  y tenía que conformarse con las sobras. Por si fuera poco, debía realizar el trabajo más duro del hogar: lavar los platos, hacer la colada, fregar los suelos y limpiar la chimenea. La pobrecilla siempre estaba sucia y llena de ceniza, así que todos la llamaban Cenicienta.

 

Un día, llegó a la casa una carta proveniente de palacio. En ella se decía que Alberto, el hijo del rey, iba a celebrar esa noche una fiesta de gala a la que estaban invitadas todas las mujeres casaderas del reino. El príncipe buscaba esposa y esperaba conocerla en baile.

¡Las hermanastras de Cenicienta se volvieron locas de contento! Se precipitaron a sus habitaciones para elegir pomposos  vestidos y las joyas más estrafalarias que tenían para poder impresionarle.  Las dos suspiraban por el guapo heredero y  se pusieron a discutir acaloradamente sobre quien de ellas sería la afortunada.

 

– ¡Está claro que me elegirá a mí! Soy más esbelta e inteligente. Además… ¡Mira qué bien me sienta este vestido! – dijo la mayor dejando ver sus dientes de conejo mientras se apretaba las cintas del corsé tan fuerte que casi no podía respirar.

– ¡Ni lo sueñes! ¡Tú no eres tan simpática como yo! Además, sé de buena tinta que al príncipe le gustan las mujeres de ojos grandes y mirada penetrante – contestó la menor de las hermanas mientras se pintaba los ojos,  saltones como los de un sapo.

Cenicienta las miraba medio escondida y soñaba con acudir a ese maravilloso baile.  Como un sabueso, la madrastra apareció entre las sombras y le dejó claro que sólo era para señoritas distinguidas.

– ¡Ni se te ocurra aparecer por allí, Cenicienta! Con esos andrajos no puedes presentarte en palacio. Tú dedícate a barrer y fregar, que es para lo que sirves.

La pobre Cenicienta  subió al cuartucho donde dormía y lloró amargamente. A través de la ventana vio salir a las tres mujeres emperifolladas para dirigirse a la gran fiesta, mientras ella se quedaba sola con el corazón roto.

– ¡Qué desdichada soy! ¿Por qué me tratan tan mal? – repetía sin consuelo.

 

De repente, la estancia se iluminó. A través de las lágrimas vio a una mujer de mediana edad y cara de bonachona que empezó a hablarle con voz aterciopelada.

– Querida… ¿Por qué lloras? Tú no mereces estar triste.

– ¡Soy muy desgraciada! Mi madrastra no me ha permitido ir al baile de palacio. No sé por qué se portan tan mal conmigo. Pero… ¿quién eres?

– Soy tu hada madrina y vengo a ayudarte, mi niña. Si hay alguien que tiene que asistir a ese baile, eres tú. Ahora, confía en mí. Acompáñame al jardín.

Salieron de la casa y el hada madrina cogió una calabaza que había tirada sobre la hierba. La tocó con su varita y por arte de magia se transformó en una lujosa carroza de ruedas doradas,  tirada por dos esbeltos caballos blancos. Después, rozó con la varita a un ratón que correteaba entre sus pies y lo convirtió en un flaco y servicial cochero.

 

– ¡Oh, qué maravilla, madrina! – exclamó la joven- Pero con estos harapos no puedo presentarme en un lugar tan elegante.

Cenicienta estaba a punto de llorar otra vez viendo lo rotas que estaban sus zapatillas y los trapos que tenía por vestido.

– ¡Uy, no te preocupes, cariño! Lo tengo todo previsto.

Con otro toque mágico transformó su desastrosa ropa en un precioso vestido de gala. Sus desgastadas zapatillas se convirtieron en unos delicados y hermosos zapatitos de cristal. Su melena quedó recogida en un lindo moño adornado con una diadema de brillantes que dejaba al descubierto su largo cuello ¡Estaba radiante! Cenicienta se quedó maravillada y empezó a dar vueltas de felicidad.

– ¡Oh, qué preciosidad de vestido! ¡Y el collar, los zapatos y los pendientes…! ¡Dime que esto no es un sueño!

– Claro que no, mi niña. Hoy será tu gran noche. Ve al baile y disfruta mucho, pero recuerda que tienes que regresar antes de que las campanadas del reloj den las doce, porque a esa hora se romperá el hechizo y todo volverá a ser como antes ¡Y ahora date prisa que se hace tarde!

 

– ¡Gracias, muchas gracias, hada madrina! ¡Gracias!

Cenicienta prometió estar de vuelta antes de medianoche  y partió hacia palacio. Cuando entró en el salón donde estaban los invitados, todos se apartaron para dejarla pasar,  pues nunca habían visto una  dama tan bella y refinada. El príncipe acudió a besarle la mano y se quedó prendado inmediatamente. Desde ese momento, no tuvo ojos para ninguna otra mujer.

Su madrastra y sus hermanas no la reconocieron, pues estaban acostumbradas a verla siempre  harapienta y cubierta de ceniza. Cenicienta bailó y bailó con el apuesto príncipe toda la noche. Estaba tan embelesada que le pilló por sorpresa el sonido de la primera campanada del reloj de la torre marcando las doce.

– ¡He de irme! – susurró al príncipe mientras echaba a correr hacia la carroza que le esperaba en la puerta.

– ¡Espera!… ¡Me gustaría volver a verte! – gritó Alberto.

Pero Cenicienta ya se había alejado cuando sonó la última campanada. En su escapada, perdió uno de los zapatitos de cristal y el príncipe lo recogió con cuidado. Después regresó al salón, dio por finalizado el baile y se pasó toda la noche suspirando de amor.

Al día siguiente, se levantó decidido a encontrar a la misteriosa muchacha de la que se había enamorado, pero no sabía ni siquiera cómo se llamaba.  Llamó a un sirviente y le dio una orden muy clara:

– Quiero que recorras el reino y busques a la mujer que ayer perdió este zapato ¡Ella será la futura princesa, con ella me casaré!

 

El hombre obedeció sin rechistar y fue casa por casa buscando a la dueña del delicado zapatito de cristal. Muchas jóvenes que pretendían al príncipe intentaron que su pie se ajustara a él,  pero no hubo manera ¡A ninguna le servía!

 Por fin, se presentó en el  hogar de Cenicienta. Las dos hermanas bajaron cacareando como gallinas y le invitaron a pasar. Evidentemente,  pusieron todo su empeño en calzarse el zapato, pero sus enormes y gordos pies no entraron en él ni de lejos. Cuando el sirviente ya se iba, Cenicienta apareció en el recibidor.

– ¿Puedo probármelo yo, señor?

Las hermanas, al verla, soltaron unas risotadas que más bien parecían rebuznos.

– ¡Qué desfachatez! – gritó la hermanastra mayor.

– ¿Para qué? ¡Si tú no fuiste al baile! – dijo la pequeña entre risitas.

Pero el lacayo tenía la orden de probárselo a todas, absolutamente todas, las mujeres del reino. Se arrodilló frente a Cenicienta y con una sonrisa, comprobó cómo el fino pie de la muchacha se deslizaba dentro de él con suavidad y encajaba como un guante.

¡La cara de la madre y las hijas era un poema! Se quedaron  patidifusas  y con una expresión tan bobalicona en la cara que parecían a punto de desmayarse. No podían creer  que Cenicienta fuera la preciosa mujer que había enamorado al príncipe heredero.

– Señora – dijo el sirviente mirando a Cenicienta con alegría – el príncipe Alberto la espera. Venga conmigo, si es tan amable.

Con humildad, como siempre, Cenicienta se puso un sencillo abrigo de lana y partió hacia el palacio para reunirse con su amado. Él la esperaba en la escalinata y fue corriendo a abrazarla. Poco después celebraron la boda más bella que se recuerda y  fueron muy felices toda la vida. Cenicienta se convirtió en una princesa muy querida y respetada por su pueblo.

 


Ricitos de oro

 

Ricitos de oro

 cuento de Ricitos de Oro par aniños

Ricitos de Oro era una niña buena y simpática pero demasiado curiosa ¡Siempre estaba mirando y revolviendo las cosas de los demás! Su madre a veces se enfadaba con ella.

– Hija mía, lo que haces no está nada bien ¿Acaso a ti te gustaría que yo te cogiera los juguetes del armario o me pusiera tus vestidos?

Pero la niña no podía evitarlo ¡Le gustaba tanto mirarlo todo, aunque no fuera suyo!…

Un día de primavera, paseando por el bosque, se alejó  de donde vivía por un camino que no era  el habitual. Cuando menos se lo esperaba,  se encontró de frente con una preciosa casita de paredes azules y ventanas adornadas con rojos geranios. Era tan linda que parecía una casa de muñecas.

Le pudo la curiosidad ¡Tenía que entrar a ver cómo era! Por allí no había a nadie y la puerta estaba abierta, así que sin pensárselo dos veces, la empujó cuidadosamente y empezó a recorrer el salón.

– ¡Oh, qué casa tan coqueta! Está tan limpia y cuidada… Echaré un vistazo y me iré.

A Ricitos de Oro le llamó la atención que la mesa estaba puesta. Sobre el delicado mantel de encaje había tres tazones de leche. Como estaba hambrienta, decidió beberse la leche de la taza más grande, pero estaba muy caliente. Probó con la mediana pero ¡caramba!… estaba demasiado fría. La leche de la taza más pequeña, en cambio, estaba templadita como a ella le gustaba y se la bebió de unos cuantos tragos

– ¡Uhmmm, qué rica! – pensó relamiéndose Ricitos de Oro, mientras sus grandes ojos se clavaban en tres sillas azules pero de distintos tamaños – ¿Y esas sillas de quién serán?… Voy a sentarme a ver si son cómodas.

Decidida, trató de subirse a la silla más alta pero no fue capaz. Probó con la mediana, pero era demasiado dura. De un pequeño impulso se sentó en la pequeña.

– ¡Genial! Esta sí que es cómoda.

Pero la silla, que era de mimbre, no soportó el peso de la niña y se rompió.

– ¡Oh, vaya, qué mala suerte, con lo cansada que estoy!… Iré a la habitación a ver si puedo dormir un ratito.

El cuarto parecía muy acogedor. Tres camitas con sus tres mesillas ocupaban casi todo el espacio. Ricitos de Oro se decantó por la cama más grande, pero era demasiado ancha. Se bajó y se tumbó en la mediana, pero no… ¡El colchón era demasiado blando! Dio un saltito y se metió en la cama más pequeña que estaba junto a la ventana. Pensó que era la más confortable y mullida que había visto en su vida. Tanto, que se quedó profundamente dormida.

 

A los pocos minutos aparecieron los dueños de la casa, que eran una pareja de osos con su hijo, un peludo y suave osezno color chocolate. En cuanto cruzaron el umbral de la puerta, notaron que alguien  había entrado en su hogar durante su ausencia.

 El pequeño osito se acercó a la mesa y comenzó a lloriquear.

– ¡Oh,no! ¡Alguien se ha bebido mi leche!

Sus padres, tan sorprendidos como él, le tranquilizaron. Seguro que había una explicación razonable, así que siguieron comprobando que todo estaba en orden. Mientras, el  osito fue a sentarse y vio que su silla estaba rota.

– ¡Papi, mami!… ¡Alguien ha destrozado mi sillita de madera!

 

Todo era muy extraño. Papá y mamá osos con su pequeño, subieron cautelosamente las escaleras que llevaban a la habitación y encontraron que la puerta estaba entreabierta. La empujaron muy despacio y vieron a una niña dormida en una de las camas.

– ¿Pero qué hace esa niña durmiendo en mi camita? – gritó el osito, asustado.

Su voz despertó a Ricitos de Oro, que cuando abrió los ojos, se encontró a tres osos con cara de malas pulgas que la miraban fijamente.

– ¿Qué demonios estás haciendo en nuestra casa? – vociferó el padre- ¿No te han enseñado a respetar la intimidad de los demás?

Ricitos de Oro se asustó muchísimo.

– Perdónenme, señores… Yo no quería molestar. Vi la puerta abierta y no pude evitar entrar…

– ¡Largo de aquí ahora mismo, niña! Esta es nuestra casa y, que yo sepa, nadie te ha invitado a pasar.

Pidiendo disculpas una y otra vez, la niña salió de allí avergonzada. Cuando llegó al jardín, echó a correr hacia su casa y no paró hasta que llegó a la cocina, donde su madre estaba colocando unos claveles recién cortados en un jarrón. Llegó tan colorada que la mujer se dio cuenta de que a su hija le había pasado algo. Ricitos de Oro no tuvo más remedio que contar todo lo sucedido.

Su mamá escuchó atentamente la historia  y dijo unas palabras que Ricitos jamás olvidaría.

– Hija, ahí tienes lo que sucede cuando no respetamos las cosas de los demás. Espero que este susto te haya servido para que de ahora en adelante, pidas permiso para utilizar lo que no es tuyo y dejes de fisgonear lo ajeno.

 

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El patito feo

 El patito feo

El patito feo

Era una preciosa mañana de verano en el estanque. Todos los animales que allí vivían se sentían felices bajo el cálido sol, en especial una pata que de un momento a otro, esperaba que sus patitos vinieran al mundo.

– ¡Hace un día maravilloso! – pensaba la pata mientras reposaba sobre los huevos para darles calor – Sería ideal que hoy nacieran mis hijitos. Estoy deseando verlos porque seguro que serán los más bonitos del mundo.

 

Y parece que se cumplieron sus deseos, porque a media tarde, cuando todo el campo estaba en silencio,  se oyeron unos crujidos que despertaron a la futura madre.

 

¡Sí, había llegado la hora! Los cascarones comenzaron a romperse y muy despacio, fueron asomando una a una las cabecitas de los pollitos.

– ¡Pero qué preciosos sois, hijos míos! – exclamó la orgullosa madre – Así de lindos os había imaginado.

Sólo faltaba un pollito por salir. Se ve que no era tan hábil y le costaba romper el cascarón con su pequeño pico. Al final también él consiguió estirar el cuello y asomar su enorme cabeza fuera del cascarón.

 

– ¡Mami, mami! – dijo el extraño pollito con voz chillona.

¡La pata, cuando le vio, se quedó espantada! No era un patito amarillo y regordete como los demás, sino un pato grande, gordo y negro que no se parecía nada a sus hermanos.

– ¿Mami?… ¡Tú no puedes ser mi hijo! ¿De dónde habrá salido una cosa tan fea? – le increpó – ¡Vete de aquí, impostor!

Y el pobre patito, con la cabeza gacha, se alejó del estanque mientras de fondo oía las risas de sus hermanos, burlándose de él.

Durante días, el patito feo deambuló de un lado para otro sin saber a dónde ir. Todos los animales con los que se iba encontrando le rechazaban y nadie quería ser su amigo.

Un día llegó a una granja y se encontró con una mujer que estaba barriendo el establo. El patito pensó que allí podría encontrar cobijo, aunque fuera durante una temporada.

– Señora – dijo con voz trémula- ¿Sería posible quedarme aquí unos días? Necesito comida y un techo bajo el que vivir.

La mujer le miró de reojo y aceptó, así que durante un tiempo, al pequeño pato no le faltó de nada. A decir verdad, siempre tenía mucha comida a su disposición. Todo parecía ir sobre ruedas hasta que un día, escuchó a la mujer decirle a su marido:

– ¿Has visto cómo ha engordado ese pato? Ya está bastante grande y lustroso ¡Creo que ha llegado la hora de que nos lo comamos!

El patito se llevó tal susto que salió corriendo, atravesó el cercado de madera y se alejó de la granja. Durante quince días y quince noches vagó por el campo y comió lo poco que  pudo encontrar. Ya no sabía qué hacer ni a donde dirigirse. Nadie le quería y se sentía muy desdichado.

¡Pero un día su suerte cambió! Llegó por casualidad a una laguna de aguas cristalinas y allí, deslizándose sobre la superficie, vio una familia de preciosos cisnes. Unos eran blancos, otros negros, pero todos esbeltos y majestuosos. Nunca había visto animales tan bellos. Un poco avergonzado, alzó la voz y les dijo:

 Resumen de El patito feo

 

– ¡Hola! ¿Puedo darme un chapuzón en vuestra laguna? Llevo días caminando y necesito refrescarme un poco.

 -¡Claro que sí! Aquí eres bienvenido ¡Eres uno de los nuestros! – dijo uno que parecía ser el más anciano.

– ¿Uno de los vuestros? No entiendo…

– Sí, uno de los nuestros ¿Acaso no conoces tu propio aspecto? Agáchate y mírate en el agua. Hoy está tan limpia que parece un espejo.

Y así hizo el patito. Se inclinó sobre la orilla y… ¡No se lo podía creer! Lo que vio le dejó boquiabierto. Ya no era un pato gordo y chato, sino que en los últimos días se había transformado en un hermoso cisne negro de largo cuello y bello plumaje.

¡Su corazón saltaba de alegría! Nunca había vivido un momento tan mágico. Comprendió que nunca había sido un patito feo,  sino que había nacido cisne y ahora lucía en todo su esplendor.

– Únete a nosotros – le invitaron sus nuevos amigos – A partir de ahora, te cuidaremos y serás uno más de nuestro clan.

Y feliz, muy feliz, el pato que era cisne, se metió en la laguna y compartió el paseo con aquellos que le querían de verdad.

 


Caperucita roja

 La caperucita roja

 Caperucita roja

Érase una vez una preciosa niña que siempre llevaba una capa roja con capucha para protegerse del frío. Por eso, todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.

Caperucita vivía en una casita cerca del bosque. Un día, la mamá de  Caperucita le dijo:

– Hija mía, tu abuelita está enferma. He preparado una cestita con tortas y un tarrito de miel para que se la lleves ¡Ya verás qué contenta se pone!

 

– ¡Estupendo, mamá! Yo también tengo muchas ganas de ir a visitarla – dijo Caperucita saltando de alegría.

Cuando Caperucita se disponía  a salir de casa, su mamá, con gesto un poco serio, le hizo una advertencia:

– Ten mucho cuidado, cariño. No te entretengas con nada y no hables con extraños. Sabes que en el bosque vive el lobo y es muy peligroso. Si ves que aparece, sigue tu camino sin detenerte.

 

– No te preocupes, mamita – dijo la niña- Tendré en cuenta todo lo que me dices.

– Está bien – contestó la mamá, confiada – Dame un besito y no tardes en regresar.

 

 

– Así lo haré, mamá – afirmó de nuevo Caperucita diciendo adiós con su manita mientras se alejaba.

Cuando llegó al bosque, la pequeña comenzó a distraerse contemplando los pajaritos y recogiendo flores. No se dio cuenta de que alguien la observaba detrás de un viejo y frondoso árbol. De repente, oyó una voz dulce y zalamera.

– ¿A dónde vas, Caperucita?

La niña, dando un respingo, se giró y vio que quien le hablaba era un enorme lobo.

– Voy a casa de mi abuelita, al otro lado del bosque. Está enferma y le llevo una deliciosa merienda y unas flores para alegrarle el día.

– ¡Oh, eso es estupendo! – dijo el astuto lobo – Yo también vivo por allí. Te echo una carrera a ver quién llega antes. Cada uno iremos por un camino diferente ¿te parece bien?

 

La inocente niña pensó que era una idea divertida y asintió con la cabeza. No sabía que el lobo había elegido el camino más corto para llegar primero a su destino. Cuando el animal  llegó a casa de la abuela, llamó a la puerta.

– ¿Quién es? – gritó la mujer.

– Soy yo, abuelita, tu querida nieta Caperucita. Ábreme la puerta – dijo el lobo imitando la voz de la niña.

– Pasa, querida mía. La puerta está abierta – contestó la abuela.

El malvado lobo entró en la casa y sin pensárselo dos veces, saltó sobre la cama y se comió a la anciana. Después, se puso su camisón y su gorrito de dormir y se metió entre las sábanas esperando a que llegara la niña. Al rato, se oyeron unos golpes.

– ¿Quién llama? – dijo el lobo forzando la voz como si fuera la abuelita.

 

– Pasa, querida, estoy deseando abrazarte – dijo el lobo malvado relamiéndose.

La habitación estaba en penumbra. Cuando se acercó a la cama, a Caperucita le pareció que su abuela estaba muy cambiada. Extrañada, le dijo:

– Abuelita, abuelita ¡qué ojos tan grandes tienes!

– Son para verte mejor, preciosa mía – contestó el lobo, suavizando la voz.

– Abuelita, abuelita ¡qué orejas tan grandes tienes!

– Son para oírte mejor, querida.

– Pero… abuelita, abuelita ¡qué boca tan grande tienes!

– ¡Es para comerte mejor! – gritó el lobo dando un enorme salto y comiéndose a la niña de un bocado.

 


 Autor de caperucita roja y el lobo

 

Con la barriga llena después de tanta comida, al lobo le entró sueño. Salió de la casa, se tumbó en el jardín y cayó profundamente dormido. El fuerte sonido de sus ronquidos llamó la atención de un cazador que pasaba por allí. El hombre se acercó y vio que el animal tenía la panza muy hinchada, demasiado para ser un lobo. Sospechando que pasaba algo extraño, cogió un cuchillo y le rajó la tripa ¡Se llevó una gran sorpresa cuando vio que de ella salieron sanas y salvas la abuela y la niña!

Después de liberarlas, el cazador cosió la barriga del lobo y esperaron un rato a que el animal se despertara. Cuando por fin abrió los ojos, vio como los tres le rodeaban y escuchó la profunda y amenazante voz del cazador que le gritaba enfurecido:

– ¡Lárgate, lobo malvado! ¡No te queremos en este bosque! ¡Como vuelva a verte por aquí, no volverás a contarlo!

El lobo, aterrado, puso pies en polvorosa y salió despavorido.

Caperucita y su abuelita, con lágrimas cayendo sobre sus mejillas, se abrazaron. El susto había pasado y la niña había aprendido una importante lección: nunca más desobedecería a su mamá ni se fiaría de extraños.

 


Los tres cerditos

Los tres cerditos Había una vez tres cerditos que vivían al aire libre cerca del bosque. A menudo se sentían inquietos porque por allí sol...